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martes, 14 de diciembre de 2010

Las palabras de Rivas Cherif sobre la Medea que dirigió en 1933

Testimonio oral de Cipriano de Rivas Cherif sobre la representación de la tragedia ‘Medea’, de Séneca, traducida al castellano por Miguel de Unamuno, el 18 de junio de 1933, con Margarita Xirgu como protagonista y con la intervención de prodigios naturales enviados por los dioses del Olimpo. Es transcripción fiel del relato oral en boca de Cipriano de Rivas Cherif, grabado en 1950, rigurosamente inédito hasta que fue leído en público por su hijo, Enrique de Rivas, en la conferencia que pronunció en Mérida, el 14 de mayo de 2008, dentro del ciclo ‘ Margarita Xirgu y su tiempo’, del Programa 75 Aniversario Xirgu 33.

Gluck, en el siglo XVII, se había propuesto resucitar en la ópera, con sus Orfeos, sus Alcestes, y sus Armidas, la tragedia clásica. No era del todo un disparate en la ventura de poner la Medea al cabo de los tiempos y las generaciones, ante un público popular en cuya fisonomía general advertían simplemente a los mismos rasgos característicos de tantos bustos romanos del mismo Museo de Mérida, el añadirle con fondo de la acción trágica y en los intermedios para la entrada y salida del coro en la orquestra o proscenio, una de aquellas músicas, con tal cual aria desconsoladora de Gluck al par desesperada y noble, como ya tenía escrito el poeta Enrique Díez Canedo.
Dicho y hecho, un buen día de junio de 1933, y ante el éxtasis del arqueólogo descubridor del monumento, temeroso hasta entonces de que unos cómicos presumidos pudieran profanar la dignidad magnífica de aquel lugar augusto, las primeras notas del Orfeo de Gluck por la orquesta Filarmónica de Madrid que dirigía su veterano fundador Pérez Casas, hendieron el aire de la tarde haciendo volar a las palomas anidadas en la ruina ilustrísima dando comienzo al ensayo de la Medea. (En la grabación se oyen las notas del Orfeo de Gluck).
Y empezaron a cumplirse los prodigios que de los cielos esperaba yo: fue el primero que Margarita se viera de pronto acometida del furioso enjambre de abejas salidas del pedestal de una de las estatuas que adornaban el fondo de la escena, las cuales, reproducidas en yeso de las primitivas llevadas al Museo de Mérida para su mejor conservación, rompían la armonía de los antiguos mármoles en la luz crepuscular (Símbolos del alma y el verbo, en Eleusis y Éfeso las sacerdotisas tenían nombres de abejas. Aparecen en las tumbas como símbolo de inmortalidad, de resurrección, y finalmente, para Platón y Píndaro, simbolizan la elocuencia, la poesía la inteligencia).
Don Ramón Mélida, hasta entonces resistente a cualquier trastorno en la apariencia actual del monumento a su cuidado, tan ganado estaba ya en virtud de la representación misma, que se precipitó a dar las órdenes pertinentes a que en un carro de bueyes, muy luego proveído, fueron sacadas de allí las replicas en cuestión y con ellas el enjambre de abejas que hubo quien quiso abrasar después de dispersas que fueron con humo de hogueras como es uso de campesinos a la sazón.
Y no solo se llevaron las estatuas, sino que nos trajeron sendas piedras sepulcrales con que disimular al apuntador que don Enrique Borrás había menester en diversos lugares de aquella escena inmensa de 60 metros de boca. Por otra parte, la prueba de la acústica del local había resultado perfecta con colocar en el centro del escenario un despertador cuyo tic tac se oía desde la última fila de la cávea o gradería superior. De entonces sé la ventaja de las representaciones dramáticas sin que haya menester altavoces en locales o lugares abiertos, como el teatro griego del parque de Montjuich en Barcelona, sumidos en una cavidad del terreno.
La representación colmó nuestras esperanzas con el cumplimiento de mis espiraciones. Pocas veces he experimentado un sentimiento tan azarosamente placentero como cuando a los últimos acordes de la orquesta del Orfeo, Margarita Xirgu apareció, brazos en alto, entre las altísimas columnas de la puerta central, vestida de una túnica de fuego y declamó al grito herido que la tragedia pide, la magnífica imprecación con que se abre la Medea de Séneca:
“Dioses conyugales, y tú Lucina, guardiana del lecho nupcial, y tú, duro señor del mar de fondo, Titán, que repartes el claro día al orbe y tú, Hécate triforme que das de testigo tu resplandor a los callados sacrificios… simas de la noche eterna, regiones contrarias a los Altísimos, ánimas en pena, soberano del reino triste y soberana a que arrebató su mejor fiel, con voz malhadada os invoco. Acá, acá, acá, acorredme, diosas vengadoras de agravios… Cíñete pues de rabia y prepárate con todo furor al exterminio… Como surgió por crimen, por crimen hay que abandonar esta casa."
Una ovación cerrada en un bando de palomas fugitivas coronando la figura de la actriz selló la primera escena, después de la cual suspendido el aliento de los espectadores, dimos la tragedia de un solo tirón, sin otro respiro que el señalado por la intervención del entreverado de actores y soldados andaluces de la guarnición de Badajoz, a quienes bastó dos ensayos para componer graciosamente frisos improvisados a su aire natural que el ministro de Instrucción (Francisco Barnés) atribuía a mi paciente estudio de no sé qué vasos y frontones, reproducidos, creía él, que no inspirados como lo fueron, en la sola gracia -personalísima, repito- de aquellos andaluces intuitivos, no más que enseñados de un día para otro, a no mirar al público, y sí sólo a cada personaje que hablara, volviendo hacia él la cabeza sin descomponer el cuerpo, girando sobre los talones que en efecto, les hacía componer armoniosas figuras adecuando todo el movimiento de las manos a la euritmia no acompasada de la música con que entraban y salían.
Pero si la representación entera, encuadrada por las líneas del monumento, adquirió la presentación de un conjunto sin tacha, Margarita Xirgu, excelente como verdadera protagonista entre todos los demás personajes, alcanzó aquella tarde ese límite apenas asequible y desde luego insuperable en que el arte de un intérprete colabora con la eternidad del poeta dramático.
Transfigurada, arrebatada de voz y de acento, arrebató al público clamoroso al final (arrojándole a Jasón los cadáveres de sus dos hijos): “Me mandas que me ablande (mata al segundo hijo). Bien está, se acabó ya. Ya no me queda rencor, nada más que brindarte. Alza los ojos, Jasón. ¿Reconoces a tu mujer? Así es como suelo escaparme. Se me abre el camino del cielo. Dos dragones rinden sus escamosos cuellos al yugo. Toma tus hijos, tú, su padre. Yo me iré por los aires en el alado carro” (Recipe iam natos, parens; ego inter auras aliti curru vehar).
Y Jasón que responde: “Vete por los hondos espacios del alto firmamento a atestiguar por donde pases que no hay dioses” (Per alta vade spatia sublimi aethernis testare nullos esse qua veheris deos -a atestiguar que no hay dioses por donde tú pasas-).
Fue al final, la más romana ovación que jamás he visto en el teatro, y que mi fortuna me llevaba a compartir de la mano de ella, y Unamuno al otro lado, y el viejecito arqueólogo llorando como yo le había visto sólo la tarde antes en el ensayo general ante la realización de aquel sueño de piedra que nunca se había atrevido a prometerse. Y digo que los dioses participaron en el holocausto porque entre dos luces ya, de la tarde agonizante y la primera estrella de la noche a punto de salir, como los versos anuncian y cumplidos rigurosamente ateniéndonos a la hora de comenzar el espectáculo, cuando Medea, en la mano el traje de boda de Areusa, su rival por quien Jasón la repudia como esposa, procede al sortilegio que ha de hechizar a la novia, un bando de cigüeñas, ave la más parecida al Iris sagrado, voló muy bajo sobre el escenario, repetidamente, coronando como augurio trágico, la cabeza de la actriz (La cigüeña era emblema o símbolo de la diosa Pietas, la Piedad, y la piedad siendo la que presidía la relación entre los padres y los hijos, y una vieja tradición romana enseñaba que las cigüeñas tenían la costumbre de alimentar a sus padres ancianos. Era también símbolo de la concepción).
Y se hundió el sol, y salió la luna a su tiempo también para lo que habíamos acomodado la representación a la letra del texto, pensando como así era y es, que a su vez el texto se acomodaba al uso de las representaciones, a determinadas horas de la tarde y en teatros como el de Mérida orientados conforme a tal necesidad. Prueba más que concluyente sobre todas las Academias por los siglos, de que Séneca no escribió sus tragedias para ser leídas, y que si leídas fueron y no representadas, fue porque, muy superior al público medio de su tiempo, las guardaba, falto de ocasión más propia, para los Ateneos que en Roma había, sin competencia posible en los teatros, con los toros, el fútbol y sobre todo el boxeo, que constituían las diversiones agotadoras de la Roma decadente.
Cuando Medea - Margarita, en un carro dorado tirado por veinte hombres, desnudo el torso y confundidos sin humanidad aparente con un monstruo de brazos y piernas disformemente entrelazados, cruzó el escenario arrebatada a los infiernos entre la turbamulta de 400 comparsas con antorchas, y la voz magnífica de Borrás clamó “Que no hay dioses por donde tú pases”, el Olimpo dio una nueva señal de su presencia: la dama joven, que había de ser la última en correr tras el carro infernal, tropezó levemente en la túnica, y dejó caer la antorcha. No la recogió, claro, en natural experiencia escénica, y la llama fue a extinguirse en el último acorde de la orquesta.
“Gracias, gracias”, me dijo Margarita, jadeante todavía ante el público clamoroso. “Me ha dado usted el mejor momento de mi vida”.
“Te ha salido bien” me dijo por única vez mi hermano político Manuel Azaña.
Nunca más como entonces, ni en la repetición del año siguiente, con la Electra de Hoffmansthal, ni en otras Medeas en la Plaza de la Armería de Palacio de Madrid, en Barcelona, ni en Salamanca, ni mucho menos en teatros modernos por mucho y más monumentales que sean como el de Bellas Artes de México, la Medea de Séneca de Unamuno tuvo en mi ánimo la complacencia única de mis bodas con el éxito.
Conclusión
Como conclusión del enorme éxito de esta representación, conozcamos el último testimonio de aquello que hizo Rivas Cherif en la prensa, y que se refería al futuro:
“En vista del éxito de Medea, instituiremos definitivamente una serie de festivales clásicos en el Teatro Romano de Mérida, durante la primera quincena de junio de cada año. Queremos hacer de aquellas ruinas un Salzburgo o una Siracusa.”
El destino o la fatalidad quisieron otra cosa. Pero la primera piedra de los Festivales de Mérida había sido puesta.

FOTOGRAFÍA: Cipriano de Rivas Cherif junto a Margarita Xirgu, el 19 de junio de 1933 en el Parador de Mérida, al día siguiente del estreno de 'Medea' en el Teatro Romano.

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